ciudad del sol

 


 

Una aproximaci—n hacia el arte digital

EL ATRIL Y EL SOFTWARE:

 

En momentos culturales como el actual, en que es posible advertir la coexistencia de tiempos, espacios diversos y modificaciones, en que todo accionar social es reflejo del advenimiento tecnol—gico, el arte, en su condici—n sublime de representaci—n de la esencia kantiana de Òlo humanoÓ, no es ajeno a estas analog’as.

Y es l—gico: la esfera creativa, si lo pensamos a partir de la problem‡tica propuesta por Erwin Panofsky al proclamar que Òel artista debe ser ojos, o’dos y voz de su tiempoÓ, no esta exenta de la realidad instalada en los primeros decenios del siglo XX, con el ingreso del rŽgimen de las vanguardias y codificada ya en la dŽcada del 60`, cuando los avances en el estudio te—rico de la obra adosaron al esquema del Pop-Art norteamericano algunas cualidades propias del escenario que Marshall Mc-Luhan examinara en la proyecci—n de la contemporaneidad: extraordinaria velocidad, desplazamiento del concepto de Òtiempo œnico, lineal y puntualizadoÓ, extrapolaci—n de los m‡rgenes, artefactos seriados y reproducidos en superposici—n semejante (algo similar al Òready-madeÓ que en su momento explor— Marcel Duchamp), detalle y fragmento (planteando el conocimiento a travŽs de este œltimo, convirtiŽndose en poŽtica cuando renuncia a la voluntad de reconstruir el todo al que pertenece y se produce y goza en funci—n de su car‡cter metamorf—sico, tal es el caso del videoclip o video-art, tan en boga por la creciente propuesta de Instalaci—n), desorden y caos (aunque suene hipotŽtico, un Òorden en el desordenÓ), complejidad, disipaci—n y distorsi—n.

No es f‡cil asaltar en sentido te—rico la problem‡tica que supone la estŽtica digital, en que el taller convencional del artista ha sido suplantado por un entorno electr—nico, avanzado, mientras la pr‡ctica del oficio ha sido reemplazada por la exploraci—n del software y programas gr‡ficos que, si bien esgrimen el vŽrtice de la cl‡sica querella de ÀquŽ es el arte?, al ser un campo de l’mites bifurcados en que se valida la impotencia de lo intangible, tiene a su haber un conjunto de cualidades v‡lidas de hacer menci—n, entre ellas: manipulaci—n, repetici—n y serializaci—n de im‡genes de manera infinita, permitiendo una disponibilidad de elementos mœltiples que propician la transformaci—n inmediata de la forma, colores y significados. En resumen, el poder del medio digital radica en su condici—n infinitamente maleable, vertiginosamente din‡mico.

Esta incertidumbre -y por quŽ no decirlo, hibridez- en la proyecci—n del momento electr—nico inaugura el debate sobre la trascendencia de la forma y el papel certero que ocupa la persona que interviene en el sistema, es decir: ÀquŽ diferencia a un Òartista digitalÓ de un dise–ador gr‡fico o un iniciado en programas b‡sicos que tambiŽn opera con c—digos comunes, herramientas y aparatajes de convenci—n que pueden resultar idŽnticos?.

Esa interrogante es el indirecto legado que nos hereda el Romanticismo europeo, cuyo cisma hacia 1820 ya estaba ad-portas de la liberaci—n de la forma del patr—n retiniano cl‡sico (pensemos en el modelo instalado por Da Vinci al pensar y actualizar la tradici—n grecolatina), y la supresi—n del texto
encorsetado para proclamar el triunfo del verso libre y la destrucci—n de toda normativizaci—n mayor para enfrentar y asumir una obra de arte.

Esta condici—n de Òlo digitalÓ, entendida como una superestructura contenedora de sustracciones de la realidad, vendr’a a encarnar lo que G.F. Hegel denomin— Òmuerte del arteÓ, o en las palabras de O. Calabresse una re-lectura del momento barroco en tanto acumulaci—n, densidad, inestabilidad, mutabilidad y desarticulaci—n de todo vŽrtice de regencia, suprimiendo los centros œnicos, multiplicando los detalles y haciendo cuestionar la instancia matriz de la ÒidentidadÓ.

El procedimiento que avala una obra digital es, a partir de sus propios procesos, un tejido de estudio que da origen a su existencia, una problematizaci—n en torno a su resoluci—n y la percepci—n del creador -o cual es la lectura o visi—n que el artista enuncia del mundo o la realidad que tiene en frente-, y la praxis cr’tica que debe acompa–ar la representaci—n y materialidad de los soportes: no existe, o al menos, no debiera existir un artista o pensador inserto en el circuito de la hipertextualidad o telepresencia que no cuestione o constituya un discurso coherente a partir de dicha presencia.

El artista digital en el medio audiovisual, el poeta hipertextual o el mœsico electr—nico justifican su oficio tras el proceso de formaci—n estŽtica y discursiva de conocimiento. No quiero decir con esto que una imagen en 3-D elaborada por un programador no posea valor ÒculturalÓ, en absoluto, sino m‡s bien que los par‡metros de construcci—n y entendimiento del arte, pese al manifiesto de la desmaterializaci—n y gloria de lo inexacto, siguen aœn ce–idos a la normativa de par‡metros y referentes que hacen v‡lida su causa.

Tomemos en consideraci—n, por ejemplo, el control de la mancha pict—rica por sobre el azar que supone una intervenci—n en Photoshop o Freehand, que no debiera representar un riesgo para el Òartista-usuarioÓ que calcula las operaciones necesarias para el efecto deseado. Sin embargo, es en esta hiper-capacidad medial y de simulaci—n donde reside directamente la situaci—n de trance y reubicaci—n de los c—digos Òart’sticosÓ. El trabajo del artista ÒconscienteÓ de los p’xeles, alej‡ndose de la reproductibilidad pr‡ctica ejercida como una entidad abandonada a la modificaci—n y flujo de sus propias aristas, olvidando toda metodolog’a discursiva y todo paradigma de an‡lisis y explicaci—n que persigue la obra art’stica: realizar concesiones de c—mo percibir el mundo, la propia interioridad, el debate que se extiende a partir de la justificaci—n de la existencia, una fenomenolog’a cifrada por el propio operador, el planteamiento de una puesta en escena, de objetualizaci—n de la imagen digital para ingresar al mundo de las cosas. El artista al que se refiri— Panofsky y Balzac est‡ consciente de la ÒrealidadÓ y de la potencialidad de la imagen, sabiendo cierto que se puede extraviar probando millones de versiones diferentes para una obra.

El vers‡til desarrollo del formato digital, que va dando muestras de madurez ya en la dŽcada de los 80« y llega a nuestro tiempo dando testimonio del evidente esplendor virtual se nos est‡ viniendo encima, en las palabras de Todd Gitlin, Òel lenguaje de nuestra ŽpocaÓ; y si se considera que as’ como el verbo fue fundamental para el medioevo, as’ lo es tambiŽn la imagen en nuestros d’as (lejos de ser entendida como una simple abstracci—n semi—tica post-estructuralista), en su aglutinaci—n pr‡ctica de conocimiento, conceptos, mensajes y objetivos que a la postre son signos que nos permiten identificar c—digos.

No es f‡cil hablar de arte, m‡s aœn hablar de arte digital cuando la accesibilidad a su comprensi—n reciŽn comienza a ser escrita y planteada como un di‡logo cuasi cient’fico que aborda el fen—meno como una emergencia social precisa, aislando los trabajos simplistas, obvios, ensayisticamente anŽmicos, repetitivos, repletos de clichŽs y condescendientes que luchan por la inserci—n en un campo que, pese a lo indescifrable de sus lindes, depara una larga e inmensa procesi—n hacia su reino.

Carlos Alonso D’az Soto
Licenciado en Teor’a e Historia del Arte de la Universidad de Chile.

http://www.el-planeta.com/futur/art1.htm

 



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